Las consagraciones episcopales de 1988

El 29 de junio de 1987, en Écône, Mons. Lefebvre anunció públicamente su resolución de dotarse de sucesores que garantizarían la perennidad de su obra de la Iglesia: transmitir, en toda su pureza doctrinal y su caridad misionera, el sacerdocio católico. Dos hechos precisos dieron lugar a esta decisión histórica que él mismo calificó como “operación supervivencia” de la Tradición.
Primero la reunión interreligiosa de Asís, que vio al Papa presidir, el 26 de octubre de 1986, un congreso de religiones por la paz, iniciativa antaño condenada por los Papas León XIII (Testem benevolentiae, 1899), San Pío X (Nuestro Cargo apostólico, 1910) y sobre todo Pío XI (Mortalium animos, 1928).
Después la confirmación, por Juan Pablo II y el Cardenal Ratzinger, de tesis nuevas sobre la libertad religiosa, doctrina proclamada en el Concilio Vaticano II, en contradicción con el Magisterio más solemne de los Papas de los dos siglos precedentes, en particular Gregorio XVI, Pío IX (Quanta cura y Syllabus, 1864), León XIII, San Pío X, Pío XI (Quas primas, 1925) y Pío XII. Esta falsa libertad reconoce a todas las religiones el derecho absoluto de profesar, en público como en privado, los errores y las doctrinas más contrarias al Evangelio.
La confirmación de la libertad religiosa entendida en un sentido opuesto al Magisterio constante de la Iglesia Católica acabó de convencer a Mons. Lefebvre de la gravedad de la crisis de la Iglesia y de la pérdida universal del sentido de la fe –hasta en Roma misma– verdadero misterio de iniquidad.
Obligado por este estado de necesidad, previsto por el Derecho de la Iglesia y la virtud de prudencia, resolvió proceder con las consagraciones episcopales con el fin de transmitir su poder de orden. Tuvo mucho cuidado de no dar alguna jurisdicción particular a los obispos consagrados por él, con el fin de evitar cualquier cisma. Con un gran espíritu del Derecho canónico, que quiere que la obediencia sirva para la salvación de las almas y no para que se pierdan –ni para que mueran las obras visiblemente bendecidas por Dios–, Mons. Lefebvre prefirió parecer desobediente pasando por alto una ley de disciplina eclesiástica. Al hacer esto, buscaba no cooperar con la destrucción universal de la que él estaba siendo testigo.
Así, frente a los desórdenes y los escándalos extendidos por todas partes en la Iglesia, frente a la corrupción de los ritos sacramentales y a la perversión del Sacerdocio Católico, Mons. Lefebvre restauró el Orden Sacerdotal y sentó las bases de una verdadera renovación para la Iglesia de ayer, de hoy y de mañana.
Porque Dios no cambia. Él es el mismo, ayer y hoy, y por los siglos de los siglos.
